miércoles, 4 de enero de 2012

Cuento La batalla de la escalera de Alejandro Alonzo

Hay hechos, sucesos que nos acontecen cuando niños que son y serán incondicionales compañeros, a modo de recuerdos, para el resto de nuestras vidas. Una de estas vivencias es la que les contaré. Pero para eso tendrán que saber algunas cosas.

Allá por el año 1987, con mi familia nos mudamos a lo que seria mi casa por  el tiempo que duro mi infancia. La misma estaba a medio construir, por lo que se encontraban en ella elementos de albañilería, arena y cemento en bolsas por todas partes.

En aquellos días mis juguetes preferidos eran unos soldaditos de plástico que me regalaban, con generosa regularidad, mis abuelos y mi tía. Adoraba este pasatiempo tan serio para mí en esos años. Creo que en el último recuento de tropas, del que tengo un vago recuerdo, llegue a tener más de cuatrocientos.

El juego consistía en dividirlos en dos bandos, más o menos iguales, y uno enfrentaba al otro sobre algún terreno que denominaremos “CAMPO DE BATALLA”. La mayoría de las veces, estas verdaderas guerras se desarrollaban  en un rincón de la terraza. Aquel que era conformado entre la pared de la medianera y el galponcito de las herramientas.

Parapetaba a uno de los bandos contra el rincón protegido por un macetón enorme que contenía un helecho. La base del macetón se había roto en la mudanza, y por uno de sus agujeros se escapaban hacía el piso, de baldosas rojas, las raíces de la planta. Estas formaban una especie de enredadera en las que tomaba refugio el ejército defensor. El otro, el que se denominaba atacante o invasor, se dividía a su vez en dos partes: una,  frente a la pared más cercana al galponcito y la otra, venia avanzando por la pared más cercana a la medianera.
El preparativo de la batalla me llevaba, quizás, la mañana entera del sábado, día que se utilizaba para las aventuras bélicas.

Una vez presentados los dos ejércitos frente a frente, el uno en un rincón escondido entre las raíces del helecho, las salientes de las baldosas y algún que otro montoncito de arena. Este era traído desde los confines del mundo conocido – generalmente el eterno baño de adelante, el cual se tardó varios años en terminar- y el otro ejercito era posicionado en forma de cuarto de circulo. De esta forma se daba comienzo al combate abierto.
No era de esos chicos que tomaban a un soldadito y emitiendo ruidos onomatopéyicos iba matando enemigos, cual Rambo en el bosque contra los policías, no. Siempre esos pibes me parecieron poco idóneos para el juego de la guerra de soldaditos. Mi juego tenía otro desarrollo, había algo que lo tornaba más interesante, más real. Había un elemento técnico añadido al juego que lo hacía, si se quiere, más peligroso. En un principio era una gomera con orquilla de acero y bandas de goma, esas que se usan para hacer las nebulizaciones, con la que el ejército sitiador bombardeaba al sitiado. Los combatientes que perdían el equilibrio, ya sea tocados por un impacto directo del proyectil arrojado o arrastrados por otros soldados que volaron tras el golpe, eran los muertos. Los primeros muertos por la explosión y los  segundos por la honda expansiva que esta produjo.
Luego de varios combates tuve que cambiar de arma. Reemplace la gomera por un elemento de ataque más preciso. El rulero, el globo y las municiones pasaron de ser piedritas a lentejas o porotos, robados de la armería general –la cocina de mamá-.

Esta arma se construye de la siguiente manera:
Se toma un rulero, de los grandes, y en uno de los extremos se coloca la boca de un globo. Por la abertura del otro extremo del rulero se deja caer el proyectil a utilizar. Con los dedos índice, pulgar y mayor de una mano se sujeta el proyectil que ya se debe encontrar en el fondo del globo, y se estira haciendo blanco con la otra mano que se sujeta el rulero. Se suelta el globo cuando se ha estirado lo suficiente y se produce el arrojo violento de lo que pasaremos a denominar “bala” – lenteja o poroto-.

Este cambio hizo que el juego se tornara mas interesante y menos peligroso, ya que con la gomera una vez, tras un rebote asesino en el maceton del helecho, casi me saco un ojo.

Generalmente ganaba el ejército invasor, por que me era muy difícil hacer blanco para bombardear al ejército sitiador desde el rincón. O sea, tiraba desde un bando y luego, sin solución de continuidad, tiraba desde el otro. Y la mayoría de las veces, cuando llegaba la hora de comer, el bando acorralado ya había perdido el equilibrio en todos sus integrantes, lo que decretaba el fin de la batalla. Juntaba los guerreros plásticos y bajaba a comer para luego ver, por canal 11, “Sábados de superacción”.

Pero una semana, habrán sido los primeros días de Julio, mientras estaba en la escuela    – creo que en la hora de Lengua-, pensé que era injusto que siempre cayeran vencidos los mismos. Entonces, ahí comenzó, en esa vaga idea, “LA BATALLA DE LA ESCALERA”.

Era claro que hacía que el ejército de la maceta siempre fuera el vencido, los opuestos lo rodeaban y tomaban posición ventajosa en el campo de batalla, y las hostilidades comenzaban cuando el bando intruso ya se había afianzado en el terreno.

Pero los invasores ¿de donde venían? ¿No tenían, acaso, su propia maceta? Ese día al volver de la escuela dividí a los dos ejércitos en partes iguales. A unos los atrinchere entre las raíces de la planta y a los restantes en la base de la escalera que lleva a la terraza, junto al final de la canaleta ubicada al lado de la rejilla del patio, y así quedaron esperando la contienda bélica.

Llego el sábado y luego de desayunar entre en combate, los que serian aqueos estaban en la base de la escalera, junto a la rejilla. Comenzaron a avanzar, la infantería fue primero abriendo el paso. Esto fue hasta cierto punto, pues la vanguardia no se debía alejar demasiado del resto del ejército. Se estableció un campamento de combate en la mitad de la escalera. Entonces comenzó el transporte de tanques, cañones, blindados y  municiones. Cuando estábamos en medio de todo ese movimiento, cayó sobre nosotros un fuerte bombardeo desde la cima. En el primer ataque perdimos varios hombres. Tiraban desde el primer escalón, contando la escalera de arriba hacia abajo. Nuestra artillería respondió rápidamente, fuerte y en orden, pero las posiciones que ocupábamos no nos permitían hacer blanco. Las balas pasaban sobre el primer escalón, en tanto que ellos desde arriba nos estaban masacrando. Perdimos varios cañones y casi toda nuestra vanguardia. Había que tomar una decisión y rápido o aquellos ocupantes de las raíces del helecho tendrían una victoria total. Estábamos confundidos, nosotros éramos los aqueos y ellos los troyanos, no podíamos perder. Por lo menos era así como Homero lo había contado, según mi papá.

Las lentejas silbaban sobre nuestras cabezas y la canaleta despedía ruidos terribles, si hasta parecía que se escuchaban gritos de mujeres horrorizadas.

De repente, con la rapidez de un relámpago, los soldados de la terraza bajaron un escalón. Fueron pocos, todos infantes, pero alcanzo para desatar el terror en nuestras primeras líneas. Se ordeno retroceder y para cubrir la retirada de nuestra vanguardia, o lo que quedaba de ella, comenzamos un bombardeo a discreción desde nuestra artillería. Incluso comenzamos a tirar con munición gruesa –pasamos de lentejas a garbanzos- Y ahí fue cuando se produjo el hecho que decreto la retirada y el fin de la batalla. Aquellos troyanos, habitantes de las alturas de la casa nos bombardearon con la munición más gruesa que por aquellos días existía en la armería general –porotos tipo alubia-. Esa lluvia del infierno nos hizo perder toda la artillería y nos retiramos en desbandada. La batalla había sido larguísima, ya había pasado el mediodía pero aun quedábamos muchos en equilibrio cuando escuchamos la voz de lo que imaginábamos seria su general, o por lo menos el porta voz de los altos mandos del ejercito dominante de aquella infernal y siniestra guerra…
-¿cuando salen de la escalera?, ¿no tuvieron suficiente?
¡TERRIBLE! Nos incitaban a la rendición… ¡JAMAS! .Entre nuestras filas se producían discusiones, algunos se querían entregar, otros luchar hasta perder el equilibrio, quedan algunas lentejas todavía decían otros. Hasta que nos atacaron de nuevo. Pero esta vez desde la retaguardia, desde el patio y el primer escalón. Lo que sucedió fue que mientras discerníamos que estratagema utilizar, si rendirnos o salir al campo de batalla y que el diablo eligiera a los suyos, algunas unidades del enemigo tomaron posición en la base arrojándose en paracaídas desde la terraza, cayendo en el patio –los paracaídas eran raros, hechos con bolsas del “Supercoop” y del “Hogar obrero”-.

En medio de aquella tragedia volvimos a escuchar al porta voz enemigo. Definitivamente era el porta voz y no su general, ya que el tono de voz respondía a caracteres femeninos, lo que le sumaba mayor humillación a la derrota.
-¡LES DOY UN MINUTO O VUELA TODO!
No sabíamos que hacer, el tiempo pasaba y cada vez caían más de los nuestros y nosotros ya no podíamos ni tirar. Hasta que se acabo el tiempo, una ola enorme nos arraso a los pocos que quedábamos en equilibrio junto con los muertos que venían arrastrados desde los primeros escalones. Hasta sus propios soldados que se encontraban en la base fueron desaparecidos. Tambien se perdieron muchos que fueron tragados por la rejilla del patio para nunca más saber de ellos.

Lo último que recuerdo de “LA BATALLA DE LA ESCALERA”  es a mi vieja, parada en el primer escalón de arriba, sacudiendo las últimas gotitas del fuenton de la ropa diciendo…
-¿Cuantas veces te tengo que decir que te retires de la escalera?
 “Nunca se olviden que fueron chicos, por que el tiempo lo destruye todo, se alimenta de desencuentros y jamás deja a nadie como era, se lleva a personas queridas o hace que dejen de serlo. Por eso no dejemos que se lleve nuestro momentos mas puros”

Alejandro Alonso




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